19 de febrero de 2010

Desliz

La ansiedad me dominaba, de pronto estaba perdiendo cosas de mi cartera, comiéndome las uñas y sacando un cigarrillo impensado de encender a esa hora de la mañana. Me apoyé sobre la pared de un negocio y prendí el cigarrillo, sonó el teléfono y me senté en el piso apoyando la cartera para buscar el celular, revolviendo todo ese monoambiente. Agarré esa luz fluorescente que me reclamaba, y con la torpeza que ya acumulaba, atendí, a los gritos, y sentada de cuclillas en el medio de la vereda. En ese momento no tuve una imagen muy clara de mi misma. Estaba casi al llanto. Atendí a Elvira con sus consultas de expedientes, notas, la ubicación de la tacita del jefe y satisfice todas sus dudas, colgué. Me paré ya despeinadísima, y empecé a caminar sin dirección, poniéndome la mano en la cara todo el tiempo, impregnando los sucesos en una culpa grande y beata, fantaseando que así serían eliminados.
En ningún momento perdí del todo la claridad, pero me costaba reconectarme con lo que tenía que hacer. Caminé de manera casi sonámbula arrastrando la valija con rueditas, repitiendo ese movimiento de las manos sobre la frente que con los dedos restregaban los ojos de arriba hacia abajo hasta terminar apretando ambas mejillas a la altura de la boca.
Llegué a una parada de colectivo y reconocí el número, ¿pero sería este el lado correcto? ¿Este es el lado que va para la boca Señor?
Si Señora suba.
¿Señora, ya para un colectivero de mediana edad soy una señora? Bueno no importa, eso después de todo hacía que me esperara con más paciencia mientras subía.
Pero ¿Por qué tuve que perder la llave, por qué la dejé en esa maldita campera?, si yo pensé unos segundo que las tenía que poner en la cartera, pero claro, lo dejé para después, ¡qué estúpida! ¿Por qué para después? Voy a llegar a la casa y José no va a estar, eso es bueno, me dará tiempo para bañarme y pensar como sortearé las cosas.
Y ¿Cómo es que no guardé las llaves en la cartera cuando ese era habitualmente un movimiento mecánico? Por culpa de eso decidí esperar a Lucía en un bar, no me atreví a pedirle que viniera a auxiliarme con su juego de llaves a esa hora de la madrugada. No, preferí hacer tiempo en ese bar hasta alcanzar un horario decente. Ahí lo inevitable se encontraba en estado arcaico, esperándome para desatarse.
Sigo en el colectivo, debería disfrutar de este viaje también. ¿No me vanaglorio de amar esta ciudad? Recorrer los detalles que se pueden observar desde esta altura, distraerme con la gente. Entrecerré los ojos para planear lo que iba a hacer: llegando a la casa, en el mini hall de tinte rojo colgaré mi saco y todo lo otro en el piso, pronunciaré su nombre para cerciorarme de que no esté mientras taconean mis pies el piso de madera rumbo al baño. Y estas llaves de porquería las dejaré en el colgador.
A la tarde llegará José, debo tener claro lo que le voy a decir, ¿cómo se lo voy a decir? Pensar que un simple error, una simple pérdida me va a hacer perder a José. Me parece terrible la sola idea de estar sin él, de vivir mi vida lejos de él.
Cuando llegué al bar él ya estaba sentado en la barra. Y después de un rato, mirado mi valija me preguntó si iba o volvía, le dije que estaba haciendo tiempo para volver a mi casa. Era alto y fuerte de cuerpo, y parecía ser bastante más joven que yo. Sostenía en la cara una expresión de sonrisa permanente, como de bienestar, por eso no dudé en proporcionarle esa información. Después de un rato me estaba riendo como idiota, y ya tenía un agente autorepresivo que comenzó a cuestionarme esa sonrisa, me defendí argumentando que no pasaba nada, que no era más que un chico muy agradable.
Por fin llegué, grité su nombre, y como lo había previsto no estaba. Me metí compulsivamente en la ducha, casi arrancándome la ropa, y bajo el agua, tratando de enjuagarme la incriminación, me enjabonaba los muslos, las piernas y toda porción de cuerpo que sus manos habían tocado, con desesperación, intentando borrar de mi cuerpo las últimas horas. Angustiada, dolida por la inminente pérdida, encarnando la frase que asegura que cada decisión, cada simple desliz puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Pero entonces comencé a reír, cerré los ojos recordando sus manos firmes, su determinación, mi cuerpo activo que se desenvolvía con una soltura que mi consciencia, en caso de haber asistido, hubiese desdeñado. Y entonces mi mente se calmó, salí de la ducha, me sequé parsimoniosamente frente al espejo, mirando mi piel rosada, rosada y nueva, y me puse la bata. Fui hasta el teléfono y llamé a José, le conté que gracias a dios Lucía tenía un juego de llaves y me había rescatado de mi tonta pérdida, que a qué hora volvía y qué quería para cenar, lo que quieras me dijo, milanesas entonces.